INÉS ROIG (*)
Atisbamos el verano en el horizonte. O hemos convertido las Navidades en una comilona sinfín. O hemos dejado de fumar. O estamos estresados. Las circunstancias son variadas, pero el resultado el mismo. Nos hemos puesto encima dos, tres, cinco y hasta diez kilos en un año. Y vamos por la vida cargando con ellos, como si cada día al salir de casa nos pusiéramos a la espalda una mochila que pesa exactamente esa cantidad.
Al sobrepeso que nos marca la báscula cruel, se unen el abatimiento al comprobar que la ropa ya no nos sienta bien o el miedo cuando la tensión arterial ha subido peligrosamente o los triglicéridos se han desmadrado dentro de nuestro cuerpo. Entonces tomamos la decisión: nos ponemos a dieta. Estamos dispuestos a cualquier cosa. Sabemos que 8 de cada 10 personas que quieren peso acuden a las dietas milagro, métodos que prometen resultados rápidos y que muy pocas veces son eficaces.
La pérdida de peso se debe realizar de forma equilibrada, reduciendo en número total de calorías, sin renunciar a ningún nutriente. No sirve de nada portarnos bien durante días o semanas si luego retomamos los hábitos que nos llevaron a engordar. Perder peso requiere cierto grado de sacrificio y constancia. Cualquier dieta que nos prometa rapidez, una pérdida de peso sin esfuerzo, va a ser seguida por muchas personas. Y en función de lo desequilibrada, rocambolesca o estricta que sea, los perjuicios para la salud van a ser proporcionalmente mayores.
Los kilos de más no son sólo un problema estético. Nuestra salud está en juego. También cuando decidimos perderlos. Aunque se ha demostrado que podemos engordar debido a condicionantes genéticos, la mayoría de nosotros ganamos peso porque comemos demasiado: ingerimos un exceso de energía que no utilizamos y acaba por acumularse en nuestro cuerpo en forma de grasa. Tener sobrepeso es sinónimo de hacer poco ejercicio, de comer demasiado o mal, de picotear… Y cuando decidimos que ha llegado el día D, la hora H, y ponemos en marcha la “operación biquini”, sea cual sea el momento, no podemos arriesgarnos a que la vitalidad se nos escape a golpe de lechuga, agua y poco más. Una persona tiene que adelgazar manteniéndose bien nutrida, por lo tanto necesita hidratos, un poco de grasa… Debe eliminar de su dieta todo aquello que es superfluo, que no aporta nada. Y, sobre todo, hacer ejercicio. No puede desligarse el comer del ejercicio, porque por poco que comas, si no te mueves no gastas la energía, la acumulas.
Hacer dieta se convierte en la mayoría de los casos en una condena a cadena perpetua. Estamos sentenciados a engordar, adelgazar, engordar, adelgazar. Nosotros y nuestros kilos de más vivimos como en un bucle, incapaces de mantener el tipo. ¿La causa? La educación. La urgencia nos vence, nos cuesta abandonar los malos hábitos. Es necesario hacer una dieta tradicional, saludable, equilibrada, que permita cambiar los hábitos. Y eso es un esfuerzo enorme, de adaptar la vida cotidiana a la manera y al ejercicio que se realiza.
¿Qué hacer para que la dieta no se convierta en una tortura sinfín? Encontrar la ideal. Y no es imposible. El régimen perfecto nos tiene que ayudar a perder peso, a mantenerlo en el tiempo, ser eficaz a la hora de educarnos, darnos estrategias para comer sano y bien, mejorar nuestra salud, aumentar la autoestima y proporcionarnos una buena calidad de vida. De otro modo, por mucho que nos empeñemos, nunca lo lograremos, viviremos nuestra cadena perpetua particular saltando de método en método, poniendo en peligro nuestra salud física y psíquica.
Dietas hay muchas; milagros pocos.
(*) Farmacéutica