INÉS ROIG (*)
“Desayuna como un rey, almuerza como un príncipe y cena como un mendigo”. Así nos habla desde tiempos remotos el refranero popular, y así nos lo dice ahora también la ciencia: para estar sanos, e incluso para prevenir la obesidad, no solo importa qué y cuanto comemos, sino cuando lo hacemos. De ese modo, cuestiones que antes sabíamos de forma más o menos intuitiva han encontrado su aval científico de la mano de la cronobiología y de dos ramas íntimamente ligadas a ella: la cronodieta y la crononutrición.
Todos nosotros disponemos de un reloj interno que marca el ritmo de nuestra vida. Un cronómetro que marca desde la renovación diaria de las células de la piel hasta los ciclos menstruales femeninos, pasando por multitud de cambios hormonales que, sin que nos demos cuenta, se están produciendo en nuestro interior con un ritmo determinado.
La cronobiología es la disciplina encargada de estudiar los ritmos biológicos, así como sus aplicaciones en medicina y biología. En los últimos años se ha avanzado en comprender como nuestros ritmos diarios afectan a los alimentos y los nutrientes que ingerimos; así, la crononutrición estudia como los valores plasmáticos de los nutrientes y su utilización cambian en nuestro organismo a lo largo del día y de la noche. Y la cronodieta intenta comprender a qué hora es conveniente comer ciertos alimentos para estar más sano.
¿Sería posible, pues, dibujar un horario en el que aparezcan reflejados alimentos “prohibidos” y “permitidos” según la hora del día? Eso aún no es posible. Lo que sí está claro es que la capacidad del organismo para asimilar los hidratos de carbono rápidos, como los dulces y azucares, es mucho mayor por la mañana que por la noche. La capacidad de eliminar ese azúcar de la sangre y pasarlo a la célula, es muy alta por la mañana, disminuye al mediodía y cae en picado por la noche. Lo que esto nos indica es que tenemos una mucha mejor tolerancia a los carbohidratos rápidos a primeras horas del día.
Todos hemos sentido alguna vez la “necesidad” de tomar algo dulce, especialmente a media tarde, después de una siesta ligera. Cuando dormimos, el cerebro utiliza mucha glucosa, y eso hace que nos despertemos con una ligera hipoglucemia. Es cierto que, en esos momentos, tenemos apetencia específica por los hidratos de carbono. En esos momentos hay que tener cuidado si no se quiere engordar. La fruta es una buena alternativa, porque tiene azúcares de absorción muy rápida, pero aporta pocas calorías. También hemos de tener en cuenta que esa necesidad de carbohidratos es instantánea y pasajera: si se deja transcurrir esa pequeña hipoglucemia después de una siesta, rápidamente se restablecen los niveles de glucosa en sangre.
Los adipocitos, las células de nuestro cuerpo encargadas de almacenar la grasa, también están sujetos a ciertos ritmos biológicos. Así, por la noche están dispuestos a descansar y a mostrarse más perezosos para eliminar grasas, por lo que si la alimentación antes de ir a la cama es rica en grasa o azúcares refinados tendremos más facilidad para engordar. Lo que comemos está íntimamente relacionado con la secreción de insulina, hormona que, entre otras cosas, le dice a las células si deben guardar o no determinada cantidad de energía. Esta guía celular se trastoca cuando se come entre horas, no se desayuna o se cena copiosamente porque hubo un salto en una de las comidas. Ello lleva a alterar el ciclo celular del adipocito, haciéndole almacenar grasa y azúcares cuando debería eliminarlos, y a la inversa. Este es el principio de la obesidad.
Durante siglos, la cronobiología apenas fue importante: los humanos seguíamos los ritmos de luz y oscuridad, adaptábamos los horarios de sueño y comidas a estos ritmos y teníamos nuestros relojes “en hora”. Pero en nuestra sociedad, el organismo tiene problemas para distinguir si es de día o de noche, y a ello tampoco ayudan nuestras costumbres alimenticias.
5 claves para poner el reloj “en hora”:
– Con la luz blanca o de LED, el organismo no sabe si es de día o de noche. Por eso, es conveniente eliminar los fluorescentes de las cocinas y poner en su lugar lámparas de luz amarilla para que el cuerpo reconozca que no es de día.
– Hay que evitar picotear y tener unos horarios claros de comida para que el organismo pueda saber que hora es.
-Se deben hacer un mínimo de tres comidas al día. Pueden hacerse hasta cinco ingestas diarias, pero teniendo en cuenta que habrá que ir reduciendo el número de calorías en cada una de ellas.
– No debemos comer por la noche: nuestro cuerpo no está preparado para ello. Hay que cenar poco, y pronto, dejando transcurrir un tiempo entre la cena y la hora de dormir.
– Debemos comer despacio.
(*) Farmacéutica