Sentado, bastante incómodo, en la terraza de un bar, noté que las mesas ocupadas, sus sillas y el suelo de sus alrededores pecaban de una falta de higiene poco habitual.
Qué va, totalmente habitual.
Miré hacia el interior del bar y encaminé mis pasos a los lavabos, el panorama era el mismo de la terraza, mugre por todas partes, no esa suciedad provocada por falta de limpieza sino la que se produce por falta de cuidado, indiferencia y algo más común de lo que yo pensaba: demasiado «da igual».
Aquella vieja frase «lo importante no es limpiar mucho sino ensuciar poco», parece que no es tan conocida como yo pensaba.
Llegué por fin a los servicios, después de sortear varios restos de tapas caídos al suelo, algún que otro charco ya seco de alguna bebida azucarada, así las suelas de los zapatos se pegotean mejor.
El panorama, el de siempre, restos de caca hasta por las paredes, cómo llegan a esas alturas es algo que jamás me expliqué.
La puntería brilla por su ausencia en los servicios de hombres, pero en el de las mujeres es lo mismo aunque se consiga mediante sistemas distintos. Igualdad al poder.
Aquello de bajar la tapa, ni en ellos ni en ellas, cerrar bien los grifos, tirar los restos de papel, tampax o compresas a la papelera, ni en unos ni en otras.
La pregunta es también antigua y surge sola: ¿en casa hacen lo mismo?
Pues sí, lo hacen exactamente igual.
Sólo hay que pasar el dedo por encima de los marcos de las puertas, abrir el horno, o revisar los rincones debajo de las camas y detrás de los sofás del salón.
Cierto, mucha gente en casa no lo hace, pero ¿por qué lo hace fuera?
¿Cuál es el mecanismo que le otorga licencia para enguarrarlo todo fuera de casa?
Posiblemente la poca o mala educación, el despotismo y otros «ismos» que hacen que una persona no lo sea tanto.
Así están nuestras aceras, calles, parques, playas… ciudades.
Qué cierto es aquello de «la calidad bien entendida empieza por casa».