ÀNGEL SERRANO ZURITA: Montesquieu ha muerto

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Montesquieu ha muerto. Ya lo señaló Alfonso Guerra en 1985, momento en el que el PSOE acometió la reforma de la Ley del Poder Judicial y la justicia en España sufrió un retroceso en su independencia respecto al poder legislativo. Una pérdida agravada a comienzos del nuevo milenio por el sistema de designación mixta propuesto en el «Pacto por la Justicia» del Partido Popular. La separación de poderes defendida por el teórico francés, fuente de inspiración de las constituciones democráticas occidentales, se convirtió en una utopía a nivel práctico, a pesar de que la división se mantuviera estructuralmente hasta nuestros días.

Hemos asistido desde entonces a un recital de malas prácticas e interferencias de la política en la justicia. Magistrados con carné son los encargados de juzgar a los responsables de la corrupción de su propio partido. Aún así, el bajo escalafón de la decencia en el que nos encontramos hace relucir un abanico diverso y variopinto de inútiles e insensatas justificaciones. Tanto juez como parte pretenden introducir con calzador la idea de que nos situamos en un marco de imparcialidad, a pesar de que el sujeto juzgado designe al árbitro o tenga relación con aquel que lo nombra.

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Un ejemplo lo encontramos en la más estricta actualidad, a raíz del desarrollo de la investigación de la trama de corrupción más importante de la historia democrática en España, digan lo que digan y le pese a quién le pese: la trama Gürtel. Concepción Espejel y Enrique López, aupados a sus puestos en la administración de justicia por el investigado Partido Popular, serán los encargados de juzgar la primera época de la red (1999-2005), junto al magistrado Julio de Diego.

Ambos rechazan las recusaciones planteadas por el Partido Socialista, a pesar de que, por ejemplo, López cobrara más de 11.000 euros por impartir seminarios Fundación FAES del PP o fuera impulsado por ese mismo partido para ser miembro del Tribunal Constitucional. Tampoco están dispuestos a apartarse, reconociendo que existe una falta de apariencia de imparcialidad, tal y como exige el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. ¿A qué estamos jugando?

El resultado de todo ello es una mayor desafección y desconfianza de la ciudadanía, si cabe, respecto a las instituciones políticas y judiciales. Algo que nos afecta muy gravemente como sociedad. Cada vez que intentan recordarnos aquello de que la justicia es igual para todas y todos, los obreros nos echamos a reír. No lo hacemos por alegría, satisfacción o emoción. Lo hacemos por rabia, por no llorar.

(*) Periodista.

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