Escritos de verano (V): la mujer ilustrada

juan_bta_codina_basEstaba en la playa a final del mes de julio. Se detuvo cerca de mí una ilustrada mujer. No la conocía ni me conocía, pero enseguida intuí de su ilustración. Se sentó y se relajó. Tendió sobre la grava un bonito lienzo de color verdoso con un rojo chillón. Me sentí transportado a eso que hoy llaman «la roja» y que antes era «la selección española». En la parte roja colocó la parte superior del cuerpo y en la parte verdosa la que desde la cintura va a los pies. Es decir, en un santiamén se tumbó y quedó diluida en el paisaje. Quedó como transmutada en el mismo. Estaba mimetizada con las curvas de la playa, los montículos de grava, los espacios de matojos y los restos marinos. Permaneció un rato casi inmóvil y ello me dio a mi tiempo para calibrar su ilustración. Cerró los ojos y así permaneció un tiempo precioso para mi observación.

La ilustrada que ahora tenía delante me llenó de gozo aunque también de desasosiego. Porque de la ilustración se derivaba su barniz cultural. Vayamos por partes para contextualizar su ilustración y las reflexiones que me estuve haciendo conforme avanzaba en ese análisis detallado de lo que estaba viendo.

Porque si la mujer era ‘ilustrada’ era porque antes había habido un ‘ilustrador’ El que lo hizo necesitaba muchas aptitudes porque la riqueza de ilustración que portaba era importante. Se necesitaba creatividad, buena mano, mejor ojo, tacto preciso, adaptabilidad al espacio físico, sujeción a las formas y declives del espacio, aplicación de colores tenues o salvajes, concreción… y todo eso es difícil de conseguir en una sola persona, pero ella lo llevaba plasmado en su ser.

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Un poco antes de tumbarse sobre el paño verdoso/rojizo pude ver en su ancha espalda el dedo de Dios dando vida a dos cabecitas que en su base tenían la leyenda de Adrián y Anita. Reconocí ese dedo porque es el mismo que Miguel Ángel pintó para aleccionar sobre la creación del hombre, pero aquí habían surgido de ese dedo dos cabecitas.

Sobre su brazo derecho había pintado un rostro de varón con un nombre semiborrado y sobre el brazo izquierdo otra cabeza de varón con el nombre, ahora nítido, de Marcelino. Intuí que el primer rostro debía ser de la primera pareja y que el ‘ilustrador’ había pretendido eliminar al menos en cuanto al nombre se hacía referencia. De esta observación pude reconocer la existencia de dos varones, uno de los cuales debía estar en el cajón del olvido y el otro, de nombre Marcelino, y dos angelitos bobalicones llamados Adrián y Anita.

Ahora viene lo extraordinario de la ilustración de esa mujer. En su plano vientre, en el espacio que media entre las dos semiesferas superiores, vencidas por la ley de la gravedad, y la zona en que termina el vientre, estaba pintado un campo de girasoles como homenaje a Van Gogh que en su zona umbilical tenían un grupo boscoso de álamos y robles.

Como estaba a su lado y ella permanecía con los ojos cerrados, pude contar 88 girasoles mezclados con 22 amapolas. Los girasoles eran menudos y con el cerco amarillo mientras que las amapolas rojas complementaban la piel dando a la misma una cálida sensación de paz y relax. Era tal el realismo de la ilustración que una abeja vino a posarse sobre una de las amapolas seguida de un abejorro que lo hizo sobre un girasol. Creí que la mujer gritaría, pero se quedó quieta y tranquila. Entonces yo quise dar un palmetazo a su vientre para espantar a la abeja y al abejorro, pero pensé en las consecuencias de que la abeja mi clavara el aguijón y en los gritos consiguientes de la mujer, así que me quedé impávido, pero no satisfecho por mi falta de osadía.

¡Abuelo, abuelo -oigo la voz de mi nieta- que te has dormido y estabas sonriendo!

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