Tengo muchos años, un buen trabajo y odio ir al gimnasio… pero voy voluntariamente

INÉS ROIG (*)

Llevo un montón de años yendo al gimnasio, cinco veces por semana, 90 minutos por día. Y odio cada uno de esos 90 minutos. Sufro, me duelen los brazos cuando hago pesas. Siempre he creído que todo el mundo lo odia en silencio, pero que es un sacrificio, como comer sano (nunca me voy a creer que a nadie le gusta comer coliflor) o echar horas extra, que hemos acabado asimilando. Pero resulta que no, hay gente convencida de que disfruta en el gimnasio y de que su vida es mejor yendo que quedándose en casa. Llevo muchos años esperando a liberar por fin las dichosas endorfinas que hacen que el deporte te convierta en una persona más feliz. Pero nada. Son otras cosas las que me hacen feliz, como por ejemplo quedarme en cama los días que no me toca ir al gimnasio.

Cada vez que voy al gimnasio me doy cuenta de que efectivamente hay gente que cuando hace pesas está convencida de estar alcanzando la gloria. A veces me pongo filosófica y pienso que, tras pasar una década en la que todo son cambios y mejoras en tu vida (entre los 30 y los 40), llegas a los cincuenta y caes en la cuenta de que tu vida va a ser bastante predecible a partir de ahora. ¿Cómo seguir superándose? Corriendo más rápido. Saltando más alto. Levantando más peso. Yo no soporto correr. Siempre me ha parecido que es simplemente una forma de llegar más rápido a los sitios, pero de repente parece que es un modo de vida. «Entre mis aficiones está pasear, viajar y el running», dice la gente.

Publicidad

Si lo piensas fríamente, buscar tú mismo tu propio dolor físico es un sinsentido. En la vida hay muchos castigos con los que tenemos que apechugar. Pero aquí estoy, años después, visitando el gimnasio cinco veces a la semana. Algo bueno tiene que tener. No me hace sentir mejor, sólo estoy más en forma. No tengo un cuerpazo y ya he asumido que nunca lo tendré. Sin embargo, en mi gimnasio hay verdaderos mostrencos que me hacen sentir como una larva.

¿Cómo han llegado hasta ahí? Pues yendo al gimnasio mucho más que yo, está claro. Se nota porque son todos amigos entre sí. Quizá tomen suplementos, no lo sé (sí lo sé), pero esas pociones no son para mí. El mundo del fitness parece decirme «vete, no te queremos» y sin embargo aquí sigo, deseando en secreto haber nacido 20 años antes y pertenecer a aquel canon de belleza que celebraba la barriguita.

Y sigo yendo por la misma razón por la que no te vas de la parada del autobús tras esperar media hora. Porque con todo el tiempo que he invertido, sería una lástima tirarlo todo por la borda. Esa es el perverso círculo vicioso de los gimnasios: una vez has conseguido resultados, serás su esclavo para siempre. Una vez has logrado que toda la ropa te quede bien, ¿cómo volver a la flacidez? Sé que me espera a la vuelta de la esquina, pero oye, si ese señor de 65 años sigue musculando y tirando las pesas al suelo como si estuviesen en llamas, a lo mejor yo también me jubilo en el gimnasio. Hasta podría ir todos los días. Porque todo el mundo sabe lo útil que es estar cachas a los 65 años. ¿No?

Lo que me voló la cabeza fue la lista de motivaciones que da la gente para hacer deporte. Atención: estar en forma (ok), divertirse (mira, no), motivos de salud (esto seguro que es la natación), afición al deporte, relaciones sociales, superación personal, espíritu competitivo y, finalmente, por motivos profesionales. Así es. Ni rastro de «quiero resultar más atractivo físicamente». Y me niego a creerlo. La gente miente.

En ese momento me imagino a mi madre y su frase estrella: «¿Qué pasa, que si fulanito se tira por un puente tú también te tiras?». Pues sí mamá, creo que ha quedado bastante claro que sí.

(*) Farmacéutica

Suscríbete al boletín de noticias

Pulsando el botón de suscribirme aceptas nuestras Política de privacidad y Términos del servicio
Publicidad