A mis años todo aquello que siempre me movió dentro de la sociedad, hoy son cosas de viejos.
Realmente vivir bien, cómodo y satisfecho con uno mismo, es hacer todo aquello que queremos, lograr objetivos, alcanzar metas, triunfar en nuestras expectativas aparcar en diagonal ocupando dos plazas en cualquier parking (lleno o vacío), poner la motito en medio de una plaza para coche, circular en bici molestando lo más posible al resto del tráfico rodado, colarse «sin querer» en todas las colas posibles, subir el volumen de la tele o el equipo de música (si es la hora de la siesta, mejor), sacar al perro a hacer sus necesidades sobre las aceras (debe ser por algún tema de decoración) dejar que se caigan los papeles de caramelos sobre la acera o calle, algunos son aromáticos pañuelos llenos de mocos, ni qué decir del placer de fumar y muy especialmente tirar la cerilla, la cajetilla vacía y la colilla al suelo, todo al suelo, si es de paso público mejor.
Ya ni hablemos de la carrera de poder en una esquina donde al menos dos se juegan varias manos de pintura de sus coches con tal de lograr el triunfo de entrar el primero en el siguiente atasco.
En las grandes ciudades se extiende la competición a muerte por un taxi…y todo esto por alcanzar «nuestro» tan equivocado estado de bienestar.
Ser mejor que los demás sin serlo, todo es apariencia, pero como los programas basura de la tele, suben la audiencia.
Si se hace todo esto, se es un triunfador, no hay más que ver la cara de felicidad que ponen quienes practican este deporte del «no me importan los demás».
Esa felicidad que se otorga a los niños que en su inocente ignorancia van por la vida tropezando mientras descubren (o no) cuál es el buen camino.
Esa cara de despistado porque todo esto que hago es sin darle la menor importancia.
Me importa un rábano el prójimo y mucho menos sus necesidades truncadas por mi egoísta (distraída) actitud.
La palabra que falta en el diccionario de estas personas, demasiadas ya en nuestras sociedades, es: empatía.