La vuelta a casa no es sólo para quienes de una u otra forma disfrutaron de unos días de vacaciones, también vuelven a casa cuatro de cada siete camareros contratados para un mes y medio o siete de cada diez empleados en servicios de limpieza o actividades de verano y vacaciones.
La vuelta al paro, otra vez se disparan las cifras, casi cien mil son las bajas en la seguridad social, casi cien mil son quienes otra vez están sin trabajo, casi cuatro millones y medio son las cifras del paro.
Pero, siempre hay un pero, felizmente por fin ya se puede ir a la playa a disfrutar de arenas limpias sin residuos de la mala educación, volver a aparcar con soltura sin el tráfico denso y prepotente del veraneante que «viene a darnos de comer» insultándonos con su soberbia bajo la excusa de estar de vacaciones mientras nos pasa por encima con el carrito en el súper o deja su coche ocupando dos plazas en el parking.
Atrás queda el caos de los veraneantes, ahora llega el de la vuelta al cole, otra vez los coches en doble fila en sus puertas con la excusa que el niño tiene que bajarse en la mismísima puerta porque no tiene GPS incorporado y puede perderse en cincuenta metros.
Otra vez las señora se cuela en la caja del súper porque se le quema la comida y tiene que recoger a los niños, la misma que antes nos pisó con su carrito porque iba distraída pero concentrada en tanta tarea doméstica.
Qué bien se vive en los pueblos de la costa, todo es calma, sin prisas, disfrutando del paisaje, buen clima y la cordialidad de sus habitantes fomentada por esa vida sin sobresaltos.
Quienes hemos vivido en las grandes capitales de este mundo damos FE que así es, echamos de menos los abusos por prisas, los pitos de los coches en los semáforos, los atascos, los coches en doble fila en las puertas de los colegios… el estrés del día a día.
Qué lástima perder la identidad de «pueblo» en un intento fracasado de ser «una ciudad».
Si el hábito no hace al monje, la cantidad de vecinos no hace a una ciudad.