¡No toques ni uno solo de mis 100 centímetros de cadera!

INÉS ROIG (*)

La grasa en el cuerpo de la mujer cumple funciones protectoras.

Pero, ¿de dónde parte esta obsesión por desfeminizar la figura femenina? ¿Y qué dice la ciencia al respecto? No, no es una manía de diseñadores que odian a las mujeres, como algunos responden a la ligera. La cosa viene de mucho más atrás y son las propias féminas las que empezaron a cambiar los cánones estéticos.

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Las damas de principios del siglo XX ensalzaban los cuerpos andróginos en detrimento de las redondeces que, por aquel entonces, se entendían como epítome de la fecundidad. En esta transformación hay una fecha clave: la Primera Guerra Mundial. Las necesidades de la contienda obligaron a muchas mujeres a trabajar en fábricas de armamento. De pronto, las abnegadas madres se transformaron en rudas trabajadoras, marcando un antes y un después en su relación con el mundo. Ellas miran de tú a tú a los hombres, trabajan, fuman y hasta adoptan su vestimenta. La masculinización de su aspecto es su modo de reivindicar la igualdad (salarial, de voto…).

Paralelamente, crece una pasión por el deporte como signo de salud y de clase (a fin de cuentas, solo entrenan las que disponen de tiempo libre y dinero). En el período de entreguerras se ponen de moda las mujeres con cuerpos delgados y fibrosos a base de hacer deporte. Las damas con posibilidades económicas renuncian a las curvas, tradicionalmente asociadas a las madres no trabajadoras, y se esfuerzan por lucir esbeltas. La delgadez ya no equivale a pobreza, ahora es signo de posición distinguida. Por el contrario, las mujeres orondas ya no son símbolo de bienestar, sino de mala alimentación o de no hacer deporte.

Tras un lapso en los años 50, en los que triunfan las pin ups rotundas, en la década de los 60, las actrices y modelos americanas pesan un 15% menos de su peso normal. Y así se llega a los 90, con una generación de chicas ultradelgadas que solo pueden mantenerse en ese peso matándose de hambre. Las feministas entienden esta moda como una conspiración patriarcal para debilitar a la mujer forzándola a controlar su peso, socavando su autoconfianza y reduciendo el cuerpo femenino a proporciones infantiles. Otros, en cambio, ven este nuevo ideal como el control absoluto de la mujer sobre su cuerpo. Renunciar a la grasa corporal que da forma a los atributos femeninos (pecho, caderas, muslos) demuestra autocontrol. Por el contrario, las mujeres con sobrepeso son discriminadas no ya por cuestiones estéticas sino por su autoindulgencia.

Y en esta contradicción nos hallábamos cuando, de pronto, el siglo XXI recupera la reivindicación de las curvas. Que no se percibe igual en todas las razas. Un reciente estudio revelaba que a las afroamericanas no les obsesiona tanto como a las blancas lograr una silueta hiperdelgada. Las latinas, por su parte, admiran la voluptuosidad de las curvas.

Así, mientras que sociológicamente parece que empieza una reconciliación (torpe y a trompicones) con las curvas femeninas, la ciencia viene a inclinar la balanza hacia esa reconciliación con la talla 40 en adelante. Evolutivamente, almacenar grasa en el estómago, el trasero o las caderas es algo positivo, porque si la mujer da a luz y amamanta al bebé, necesitará 750 kilocalorías extra que puede coger de ahí. ¿Y si usted tiene claro que no quiere tener hijos? Siempre que no sea un caso de sobrepeso, como recuerda el científico, esa grasa visceral almacenada y acumulada en las zonas típicamente femeninas ejerce una función protectora del corazón y previene la diabetes. La grasa subcutánea que se acumula en las caderas y en los muslos disminuye los niveles de insulina y mejora la sensibilidad de esta hormona, con lo que se alienta a muslos y caderas curvilíneos, aunque no ocurre lo mismo con la grasa en la barriga.

Lo dicho: una especie en curvilínea evolución.

(*) Farmacéutica

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