Historias de mis libros (III) Desde Jávea

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En la presentación que hago en el propio libro expongo los motivos por los que lo publiqué, por lo que no voy a repetirlos, pero si que contaré alguna cosa relativa a los meses anteriores a su publicación. Lo que sería libro lo escribí con mi máquina de escribir y al objeto de poder mostrarlo al alcalde, a la sazón Enrique Bas, lo copió con una máquina eléctrica un amigo que por cierto me cobró a 30 pesetas la página. Con el ejemplar ya transcrito fui a ver a Enrique Bas quien tras estudiarlo me planteó alguna cuestión como la de cambiar el orden de las dos partes y poner todo el estudio de las calles en primer lugar y en segundo lugar lo que sería el estudio sociológico de la villa, sobre todo por darle otra perspectiva y posiblemente más apetencia.

Esta visión de Enrique no la compartí pero luego he pensado muchas veces que a lo mejor tenía razón. Hay ocasiones en que el autor que ha hecho algo, se obceca y no ve otras posturas y habría que considerarlas porque la visión, más objetiva de otro que no vive con la misma pasión lo que has hecho, puede ser acertada. Acto seguido Enrique Bas me dijo que el Ayuntamiento no podría hacerse cargo de la edición, pero que me podían dar doscientas mil pesetas a cambio de doscientos ejemplares y que yo hiciera la publicación.

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Así comencé a dar pasos para su publicación. Busqué algunas imprentas que me presentaron sus presupuestos. Tras su estudio me decidí por una que había cerca de mi casa. Lo tuvieron que ‘picar’ de nuevo; escribir en un ordenador que entonces ya las imprentas los tenían pero las particulares como yo, no, hasta que hacia 1989 ó 1990 salieron al mercado los ordenadores personales. Diré que los ordenadores personales tenían un ventilador con menor potencia y no se podía estar trabajando más de dos o tres horas seguidas. Recuerdo a una compañera que se puso a escribir su tesis doctoral un verano y quemó el ordenador porque estuvo trabajando muchas horas y se quemó la placa ya que la potencia del ventilador que tenía era pequeña.

Desde que lo entregué hasta que el libro estuvo listo pasó un tiempo y cada día, hacia las cuatro de la tarde, me acercaba a la imprenta donde me sentaba al lado del impresor que resultó ser Francesc Ferrer Pastor, el autor del Vocabulari, y él leía las galeradas y yo miraba el texto escrito por mí y de esta conexión ya salía gran parte del texto corregido, pero aun me lo llevaba yo luego a casa para darle una última mirada y ver si descubría algún nuevo fallo. De resultas de esta relación impresor-autor quedó una buena amistad que aun sigo manteniendo con su hijo, porque no solo era la lectura lo que nos unía sino, que de vez en cuando, surgía la anécdota o el suceso que nos contábamos y nos servía de pausa.

En 1965 se había publicado el libro de Ramón Llidó, ‘Jávea, un paraíso escondido’ y yo pensaba que el libro se compraría tras los 20 años de desierto publicacional, pero mi ilusión se vino abajo porque casi inmediatamente surgieron dos nuevos libros que impidieron un periodo de sedimentación del mío. José Segarra Llamas y el tándem Antoni Espinós-Fernando Polo publicaron sus sendos libros sobre Xàbia y los tres, sin ser iguales, venían a llenar un vacio en ese desierto publicacional y a cubrir una posible demanda de facetas históricas de los habitantes de aquella Xàbia de los mediados del último tercio del siglo XX. En cierto sentido se saturó el mercado.

Pero el libro cubrió otras necesidades como la personal de servir de contrapeso a los ejercicios de oposición que para profesor de Filosofía de Secundaria había realizado en los meses anteriores y donde no aprobé, aunque luego siempre me alegré de no haber aprobado en esa ocasión, porque posiblemente mi futuro hubiera sido otro.

Con anterioridad a la presentación ocupé a mis hijos en repartir unas octavillas sobre el libro con un lema atrayente: ‘un libro que sin ser de historia, tiene historia’ acompañando la fecha de la presentación en el salón de actos del Ayuntamiento de Jávea. Mis hijos aun recuerdan cuando iban por los aparcamientos del Arenal y ponían a cada coche, sujetando al limpiaparabrisas, la dichosa octavilla.

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