INÉS ROIG (*)
Lo más probable es que al final de la vida de una persona haya consumido casi cuatro toneladas de azúcar. No es un dato exagerado si se tiene en cuenta que la mayoría de veces no se es consciente de la cantidad de azúcar que se llega a ingerir en un solo día.
Quizá se deba en gran parte a que cada vez más la industria alimentaria añade esta sustancia a un sinfín de productos. Suelen identificarlas con nombres como glucosa, sacarosa, fructosa, jarabe de maíz, miel de caña, dextrosa, maltosa y concentrado de zumo de frutas, entre otros. Está presente, incluso, en productos salados o aparentemente neutros como los aperitivos derivados del maíz, el tomate frito (para que el sabor sea más agradable y para evitar la acidez), galletas saladas, salsas y aderezos, panes y alcohol, aunque no sepan dulce.
Esto es así porque, además de dulzor, el azúcar es capaz de proporcionar a los alimentos importantes propiedades como la conservación, la contribución en los procesos de fermentación, cuerpo, color, textura, etcétera.
En determinados momentos del día, resulta casi imposible escapar del azúcar, pues llega a nuestro organismo a través de alimentos como el cacao soluble, los cereales del desayuno, las galletas, la bollería, las chocolatinas, la mermelada, los condimentos como la mostaza y el ketchup, las golosinas, chucherías, caramelos y los refrescos.
El azúcar tiene la misión primordial de proporcionar la energía que nuestro cuerpo necesita para el funcionamiento de órganos tan importantes como el cerebro y los músculos. Al consumir azúcar obtenemos el combustible necesario para realizar actividades físicas y mentales cotidianas. Por eso es uno de los nutrientes favoritos del cerebro, que lo convierte en un gran aliado a la hora de realizar un esfuerzo intelectual como preparar un examen.
Está presente de forma natural en la fruta, la miel y la leche. Pero al ser agregada a otros alimentos de forma artificial, les quita parte de su valor nutricional y solo proporciona calorías. Su consumo excesivo puede producir caries, obesidad, diabetes y enfermedades cardiovasculares.
Pero ¿por qué se dice que contiene “calorías vacías”? Esa afirmación es una verdad a medias. Si bien es cierto que el azúcar blanco no añade ningún micronutriente (vitaminas, minerales…) más que los propios carbohidratos (que de hecho son macronutrientes), gracias al azúcar podemos ingerir muchos alimentos que sin él, probablemente no consumiríamos, además, el azúcar no se suele ingerir aisladamente, igual que no consumimos, por ejemplo, el aceite de oliva o la mantequilla.
No existe constancia acerca de la relación entre el consumo de azúcar y el riesgo de presentar niveles altos de colesterol, pero es sabido que consumir demasiadas calorías sin quemarlas puede tener como consecuencia sobrepeso y obesidad, algo que a menudo suele asociarse al colesterol elevado.
El azúcar engorda solo si lo tomamos en grandes cantidades. El azúcar que consumimos a diario no debe sobrepasar del 10% de las calorías de nuestra dieta. Sobrepasar esta cantidad, significa recibir calorías extra y aumentar la insulina, hormona que facilita su entrada en las células y la acumulación de grasa, sube la tensión y aumenta el apetito. Por eso, el azúcar y los derivados de glucosa, sacarosa y fructosa son perfectamente prescindibles en nuestra dieta. Son sustancias que añadimos al ya alto nivel de hidratos de carbono que tomamos habitualmente y al final solo suponen un aporte extra de calorías que acaba traduciéndose en kilos de más.
La recomendación es la de siempre: en nuestra convivencia con el azúcar hay que evitar el estilo de vida sedentario y mantener una dieta variada y equilibrada.
(*) Farmacéutica