Amigas y amigos, lectores todos. Escribo desde el Departamento del Meta, Colombia. Sigo asesorando a Aldemar Baquero, próximo diputado a la Asamblea de la región. A penas me queda hueco para hacerlo, pero no podía pasar esta semana sin tratar un tema que me trastoca profundamente.
Bien es cierto que el premio Nobel de la Paz perdió la altura que le dieron galardonados como Rigoberta Menchú o Martti Ahtisaari, en el momento que se condecoró a un recién electo Barack Obama, sin tiempo para evaluar sus políticas futuras. Políticas que finalmente acabaron por ser más belicistas de lo que se esperó de su ilusionante «Yes we can». Pero es que el anuncio de los favoritos para 2015 roza lo macabro. El jurado ha convertido este premio en un verdadero cuento, un chiste, una broma de mal gusto. 
Que los asesinos de las FARC y su adulterado proceso de paz o la canciller Merkel y su política demagoga con los refugiados sirios, incapaz de poner entre la espada y la pared al dictador húngaro Viktor Orbán, sean reconocidos para obtener tal distinción; me deja totalmente atónito.
Esperemos que un halo de luz y cordura recaiga en la decisión final. El vencedor, este año, no puede ser otro: el muy señor mío Jorge Bergoglio, el Papa que nos ha hecho volver a creer en la Iglesia. Se lo ha ganado a pulso.
