A la lluna de València: La vida sigue igual

RodolfoMartiLa final de la Copa del Rey es una final que en los últimos tiempos está devaluada. Este año ha tenido incluso problemas para tener un campo adecuado, ya que el estadio de Chamartín, Bernabéu o como quieran llamarle, fue denegado por el propietario del mismo, alegando unas obras que debían empezarse en cuanto acabara la competición. Las obras empezaron esta misma semana, y uno piensa si no podían haberse aplazado cinco días. En fin, estas obras no eran un desplante para la final, ni para los equipos contendientes, ni para el Rey. Para gustos, colores.

Los forofos, no deportivos sino a lo que caiga, anunciaron una pitada al Himno Nacional y al Rey o su representante, el Príncipe de Asturias. Una patochada de los que quieren hacerse ver y oír. Algo así como si se hubiese celebrado la final de la Champions League en España y hubiese un grupo de «hooligans» que hubiesen empezado a chillar «¡Gibraltar español!», que falta hace oírlo, pues dados los vientos que corren en nuestro país, falta un poco de espíritu patriotero que enderece el rumbo que marcan los «mercados».

La cosa no hubiera trascendido más allá de lo normal en estos casos si no hubiese salido al cruce la defensora del espíritu nacional, a la sazón presidenta de la C.A. de Madrid en espera que el actual presidente del gobierno se estrelle contra la pared merkeliana. Al decir tan categóricamente, como es habitual en ella, que en caso de pitada lo que hay que hacer es suspender el partido, recordando la advertencia de Sarkozy de hacer lo mismo si se pitaba a la «Marsellesa» en algún partido. ¡De lo que le ha servido al napoleoncito francés, que acaba de perder las elecciones, esa profesión de fe! Y es que estamos en otros tiempos en los que los que normalmente van al fútbol no se preocupan de insultar al árbitro, al entrenador del equipo contrario o meterse con la madre del figura del equipo rival. Porque los que no queriendo ir no van porque no pueden ni comer, le pitarían al lucero del alba con tal de desfogar su rabia, su cabreo, su hambre y desde el bar de la esquina por mucho que piten, por mucho que chillen solo les van a escuchar los que están como ellos.

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Preocúpese la señora presidenta de sus parados, de cuadrar sus cuentas, al parecer mal hechas o hechas con desgana por algún funcionario de la cáscara amarga y deje que el populacho tenga un momento de expansión, que para reprimirlos siempre estarán dispuestos los antidisturbios, convenientemente preparados para atizarles a los que se desmanden, como siempre o mejor como ocurría en los años de Franco. Como diría Julio Iglesias, «La vida sigue igual».

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