
Este estado de cosas duró hasta que en 1918 se promulgó el Estatuto de la Función Pública, que garantizaba la inamovilidad de los funcionarios y su independencia de los gobernantes y de lo que era lo mismo, de la presión que ejercían sobre ellos los antiguos patrocinadores y los caciques y sus consiguientes redes clientelares.
El funcionario público fue un garante de la imparcialidad de las administraciones públicas, aunque siempre se dieron casos de corrupción y de amiguismo.
En estos momentos de crisis hay muchos gestores públicos que propugnan el despido de los funcionarios, argumentando el elefantiásico tamaño de los cuerpos funcionariales. No voy a entrar en el problema jurídico que podría suponer desposeer a de sus derechos legales a los funcionarios. También es justo reconocer que esas administraciones tienen puestos duplicados, teniendo dos funcionarios o más para resolver el mismo problema. Pero eso no es culpa de los funcionarios sino de los administradores políticos, que han sido incapaces o que no han querido reformar e incluso suprimir ciertas administraciones.
Por otra parte, los funcionarios deben ser seleccionados por una serie de pruebas, en las que exista una total imparcialidad y una total igualdad de oportunidades para todos los que opositan. Volvemos, al parecer, a los tiempos en los que existía el dedazo para ocupar una puesto de trabajo, lo que unido a la posibilidad de despido, nos hará volver a la época de la «cesantía» y a su secuela más dolorosa: el cesante. Mientras, hay «jubilaciones» y «prejubilaciones» millonarias y sin límite en el tiempo.






