A la luna de Valencia: ¿Vuelve el cesante?

RodolfoMartiA mediados del siglo XIX los funcionarios públicos podían ser despedidos de su puesto de trabajo, no por su incompetencia ni por una sanción disciplinaria sino por su afección o desafección, presunta o real, a los gobernantes de aquel momento. Los gobiernos se sucedían con rapidez y cada cambio (vienen los conservadores, salen los liberales y a la inversa) suponía que a los adictos, independientemente que fuesen aptos o ineptos, se les colocaba en la Administración, lo que equivalía a tener un sueldo fijo, aunque no para hacerse rico ni para toda la vida, estando como estaban sujetos a la veleidad del político de turno. Estos vaivenes se reflejan en la novela de D. Benito Pérez Galdós Miau, publicada en 1.888. Después se han representado obras de teatro y filmado películas sobre este mismo tema.

Este estado de cosas duró hasta que en 1918 se promulgó el Estatuto de la Función Pública, que garantizaba la inamovilidad de los funcionarios y su independencia de los gobernantes y de lo que era lo mismo, de la presión que ejercían sobre ellos los antiguos patrocinadores y los caciques y sus consiguientes redes clientelares.

El funcionario público fue un garante de la imparcialidad de las administraciones públicas, aunque siempre se dieron casos de corrupción y de amiguismo.

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En estos momentos de crisis hay muchos gestores públicos que propugnan el despido de los funcionarios, argumentando el elefantiásico tamaño de los cuerpos funcionariales. No voy a entrar en el problema jurídico que podría suponer desposeer a de sus derechos legales a los funcionarios. También es justo reconocer que esas administraciones tienen puestos duplicados, teniendo dos funcionarios o más para resolver el mismo problema. Pero eso no es culpa de los funcionarios sino de los administradores políticos, que han sido incapaces o que no han querido reformar e incluso suprimir ciertas administraciones.

Por otra parte, los funcionarios deben ser seleccionados por una serie de pruebas, en las que exista una total imparcialidad y una total igualdad de oportunidades para todos los que opositan. Volvemos, al parecer, a los tiempos en los que existía el dedazo para ocupar una puesto de trabajo, lo que unido a la posibilidad de despido, nos hará volver a la época de la «cesantía» y a su secuela más dolorosa: el cesante. Mientras, hay «jubilaciones» y «prejubilaciones» millonarias y sin límite en el tiempo.

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